domingo, 5 de abril de 2015

EL PERRO QUE APRENDIÓ A LEER

Maor Luz, en su libro de cuentos judíos “el olivo de la Aljafería” narra un cuento ambientado en Sos en la época del nacimiento del rey Fernando el Católico. Se trata de un bello cuento titulado “el perro que aprendió a leer”, y al final, como en todos estos estilos narrativos, nos deja su ejemplarizante moraleja.






El perro que aprendió a leer

Vivía en Uncastillo el rabí Jaím, cuyo tatarabuelo fue el justo y sabio rabí Meir.[1]
El rabí Jaim era conocido por todo Aragón por su sabiduría y buen corazón. Todos los días acudían numerosos judíos a la sinagoga de Uncastillo para consultar al gran rabino. Su fama era tal que hasta Juan II, rey de Aragón, le consultaba tanto temas de estado como asuntos personales o de índole moral. Los consejos del rabí Jaim fueron muy apreciados entre la Corte y su popularidad aumentaba día a día.
En la Corte de Aragón había también un imán musulmán llamado Majmud, gran médico y sabio islámico, versado en el Corán y en los secretos de la medicina.
Las relaciones entre el rabino y el imán no eran muy buenas, ya que entre ellos rivalizaban por ver a quién de los dos llamaba el monarca para consultarle asuntos de estado; o ver el consejo de cuál de los dos seguía; ver a quién de los dos honraba el Rey en sus fiestas y otros detalles parecidos; o sea, que andaban algo “picados” entre ellos.
En el año 1452, el rabí Jaim, junto con otros sabios judíos y musulmanes, fue llamado a audiencia ante Sus Majestades, que pasaban una temporada en Sos porque la Reina Juana Enríquez estaba embarazada y quería que su hijo naciera en territorio aragonés. Por eso se trasladaron hasta la casa de los Sada en Sos.
El rabí Jaim se trasladó de Uncastillo a Sos y trajo con él a la mayor de sus hijas, Sara, que estaba a punto de cumplir doce años, y que dentro de tres  contraería esponsales con el hijo del rabino de Ejea de los Caballeros. El padre consideró que era importante que su hija conociera otras comunidades judías y otros lugares del Reino.
A la niña le encantó el viaje, a pesar que tenía que pasar muchos ratos sola mientras su padre estaba en la Corte. Como no era aconsejable que una muchacha saliese a pasear fuera de la judería, Sara se quedaba en la plaza de la Sartén, donde pasaba largos ratos sentada en las escaleras de la casa en la que se alojaba con su padre mientras leía de mala gana la Meguilat Ester[2], que fue lo único que le dejaron leer. Pronto tuvo que dejar su lectura, ya que apareció en la plaza una chica de su edad llamada Miriam que lloraba desconsoladamente.
Sara se acercó a consolarla porque según le contó Miriam, estaban circulando unas coplillas – lo que se conocía como “cantar de deshonra”- sobre ella, ya que rechazó la oferta de matrimonio de un señor de la localidad de Tauste por ser muy mayor. Mientras hablaban y Sara intentaba tranquilizar a Miriam no se dieron cuenta que en la plaza había entrado corriendo un sirviente de los reyes persiguiendo a uno de los cachorros de la camada de los perros favoritos de la Reina. El perrito fue corriendo hasta Sara y se escondió detrás de ella mordiendo su túnica. Sara le acarició la cabeza, dejó que el cachorro le lamiese la mano y las dos muchachas se echaron a reir. Esto animó a Miriam, que pronto olvidó el tema de las coplillas.
El cachorro no quería irse con su cuidador y se escondió aún más detrás de Sara; finalmente el sirviente lo atrapó y se lo llevó de allí entre ladridos y lloros.
Dos días después la Reina Juana Enríquez observó que el cachorro no comía ni jugaba con sus hermanos, y que pasaba el tiempo mirando la puerta del palacio con ojos tristes y gimoteando. Cuando le preguntó por el comportamiento del perro al sirviente, éste le explicó lo sucedido en la plaza de la Sartén. La Reina comprendió que el perrito quería corretear por las calles y tener una dueña joven que lo mimase y jugase con él a todas horas. Así que, como quería mucho a sus perros, decidió regalarle el cachorro a esa tal Sara, hija de un consejero de su esposo. A tal efecto, el rabí Jaim fue llamado a la Corte para presentarse ante los Reyes en compañía de su hija. Nada más entrar al palacio, el cachorro salió corriendo y se escondió entre las faldas de Sara. Ella le acarició la cabeza y le dijo sonriente: “hola pequeñín, mi valiente. Yo también te echaba de menos”
Así fue cómo los Reyes regalaron a Sara aquel cachorro de la camada de los perros favoritos del Rey.
Pero este regalo levantó la envidia del imán Majmud. ¿Cómo es que la hija de rabí Jaim tiene un regalo tan importante y en cambio a ninguno de mis hijos le regalan nada?, pensaba mientras veía a Sara jugar con su perrito.  “Te llamaré Guibor, que quiere decir héroe en hebreo”- dijo Sara cariñosamente al cachorro-.Qué perro más listo eres. Sólo te faltaba saber leer y serías perfecto”, le decía al animal mientras lo abrazaba y este le lamía la cara.
“¡Eso es!”, murmuró alegre Majmud. Y se fue corriendo a ver al Rey Juan II. “¿Ha oído Su Majestad- dijo al llegar ante el Rey- lo que cuentan por la Corte?
No- respondió el Rey, curioso- ¿Qué cuentan?
“Dicen que...- Majmud bajó la voz para intrigar más al monarca-...dicen que rabí Jaim ha prometido a su hija que le enseñaría a leer al cachorrillo que le regalasteis”.
 “¿Enseñar a leer a un perro?”, se extrañó el Rey. “Sí- le aseguró Majmud-.Enseñará a leer al perro que Su Majestad ha tenido la generosidad de regalar a su hija. Al parecer el rabino dijo que no todos los perros pueden aprender a leer pero que éste era especial. ¡Al fin y al cabo es de la camada real! El Rey meditó un momento antes de exclamar:¡ Esto tengo que verlo!  ¡Traedme aquí al rabí Jaim”!
Al llegar rabí Jaim, el Rey le dijo: “He oído que vas a enseñar a leer al cachorro que regalamos a tu hija. Dentro de tres meses quiero que vuelvas aquí con el perro y me enseñes lo que ha aprendido”. “Pero, pero…”, tartamudeó Jaím. “¡Nada de peros! – dijo el rey- ¡Te espero aquí dentro de unos meses, cuando la Reina de a luz! Y si para entonces el perro no sabe leer, mi ira caerá sobre tu cabeza y sobre todos los mentirosos y presumidos judíos”. ¿De dónde habrá sacado el rey la idea de que voy a hacer leer al perro?, pensaba Jaim. Además.¿Cómo voy a hacerlo? ¡Es imposible! Puedo enseñarle a hacer algunas cosas, pero a leer, imposible. Miró a su alrededor y vio a Majmud con una pícara sonrisa. “¿Tendrá algo que ver Majmud en esto?- pensó- No sé por qué me odia tanto… Pero ¿Cómo salgo de esta? Algo tendré que hacer. Lo pensaré muy bien y daré con la solución.
El rabí Jaím, su hija Sara y el cachorro regresaron a Uncastillo, y mientras el perro se sentía feliz con su nuevo hogar y su nueva vida, el rabino y su hija se encontraban preocupados pensando en su futuro y en el peligro que corría la comunidad judía entera.
Sara por su parte le leía al perro trozos de una vieja copia de la Torá en un intento de despertar la curiosidad del perro por la lectura, y cuando le acercaba el libro intentando hacerle leer, el cachorro mordisqueaba las hojas llenándolas de babas. “A lo mejor no le gusta La Torá”-pensó la niña- y eligió otro libro más manejable, más corto y sobre todo con dibujos, para ver si así se animaba Guibor a leer; y le enseñó la Hagadá shel Pesaj[3], libro adornado con bellísimas ilustraciones que narra la salida del pueblo judío de Egipto y los milagrosos hechos realizados por el Señor. Pero el perro, como era lógico, siguió sin hacer caso a los libros.
Un día, la madre de Sara mandó a la niña al mercado a comprar unas telas. Mientras Sara se entretenía eligiendo el color de las telas, Guibor se separó de su lado husmeando a todos los mercaderes que allí se asentaban. En el arco del mercado se hallaba sentado un trovador que ojeaba un libro mientras mordisqueaba, distraído, un poco de pan con carne fría. Sin darse cuenta, un trozo de carne se le cayó entre las páginas del libro y Quibor, que pasaba por allí, saltó rápidamente sobre el libro, pasando las hojas con su hocico, y ayudándose con la pata en busca de la vianda. ¡Quita, quita, que vas a romper el libro!-gritaba el trovador- ¿De quién es este perro? Alertada por los gritos se acercó Sara gritándole al animal: “¡Quieto ya Quibor! ¡Para! ¡que esa comida no es tuya!” Y apartándolo del libro le susurró al oído: “Deja esa carne que no es kasher[4] e incluso puede que sea hasta de cerdo. ¿Qué clase de perro judío eres tú que no guardas el kashrut?[5] Entonces a Sara le vino una idea a la cabeza y mirando a su perro pensó: “No puedo enseñarte a leer pero sí a actuar como si lo hicieras: solo tienes que mirar y pasar las hojas”.
Pagó las telas que había comprado, se disculpó con el trovador y rápidamente se dirigió a su casa en busca de su padre para contarle la brillante idea que se le había ocurrido. Su padre no se encontraba en casa, pues se había ido a una asamblea de la aljama en la sinagoga. Sara se fue rápidamente a la sinagoga pero no pudo hablar con su padre, pues se encontraba en la parte de la sinagoga destinada a los hombres y ella no podía entrar así que salío rápidamente hacia su casa para llevar a cabo la idea que se le había ocurrido, pues no se podía demorar más, ya que los días iban pasando. “Estoy segura que papá no se enfadará conmigo si ensucio el viejo libro escrito en latín que le regaló un mercader cristiano hace años como agradecimiento por un buen consejo. Es un libro que nadie usa. Al fin y al cabo la finalidad de mis actos es salvar a mi familia, a toda la judería y, por supuesto, a Guibor”-pensó- Entró en la casa, buscó al viejo libro y cogió unos trozos de pollo frío, llamó a Guibor y se sentó en un banco que había en el zaguán mientras esperaba a que su padre regresara de su reunión en la sinagoga. Mientras tanto puso un trocito pequeño de pollo entre cada página del libro, lo abrió en la primera hoja y se lo enseñó a Quibor. El perro olfateó el libro, sacó la lengua como si se relamiese y a continuación empezó a pasar las hojas alegremente mientras se iba comiendo los trocitos de pollo que encontraba entre sus hojas. Así, hoja tras hoja, parecía que el perro estaba leyendo; además, como emitía gruñidos de impaciencia mientras buscaba los trocitos de pollo, parecía como si reflexionara sobre lo que estaba leyendo.
Al volver Rabí Jaím a casa, Sara le contó su idea y le enseñó a su padre lo bien que “leía” Guibor. Al rabino la idea de ensuciar con comida un libro le parecía casi un sacrilegio, ya que los judíos respetan mucho la palabra escrita, pero al tratarse de un libro viejo y no judío y al ser la única idea que tenían para salvar a la familia y a toda la aljama, estuvo de acuerdo en seguir enseñando a Guibor a “leer”, con la condición-le dijo a Sara- que fuera un secreto entre los dos y que no se lo dijera a nadie, ni siquiera a su madre. Así que Sara siguió día tras día con el mismo proceso. Guibor, era tan listo que llegó ya un momento en el que al ver a Sara con un libro en la mano, se acercaba corriendo, pues llegaba su hora de comer.
El día fijado, el Rabí Jaím, su hija Sara y Guibor viajaron a Sos para ver al monarca. En la villa estaban de fiesta, ya que la Reina Juana Enríquez había dado a luz unos días antes a su hijo Fernando.
Llevaban una nueva y bonita copia de la Hagadá shel Pésaj. No podían aparecer ante la corte con el viejo y manchado libro y tenían miedo de que se enfadara el monarca con un libro en latín, porque, aunque el Rey no sabía leer, sus consejeros sí y no se sabe qué excusa podían encontrar con un libro cristiano para crearles problemas a los judíos.
Al enterarse Majmud de su llegada a Sos, le recordó la cita a Su Majestad, y el Rey convocó a toda la Corte y a los numerosos invitados que estaban en la villa para celebrar el nacimiento de Fernando.
Al llegar ante los monarcas y su comitiva, Sara sacó el libro y le dijo a Guibor: “!Ven Guibor! ¡Muestra al Rey lo que te ha enseñado mi padre!” El perro se acercó al libro saboreando ya las delicias de pollo escondidas entre sus hojas. La joven dejó el libro sobre una banqueta baja para que el perro pudiera llegar con facilidad a él. Guibor olfateaba alrededor del libro, las tapas, los lomos…Iba buscando el conocido olor a comida pero allí no había nada. El perro introdujo su pata delantera entre la tapa y la primera hoja: nada; pasaba otra hoja con su patita, olfateaba de arriba abajo la hoja, como leyendo las letras y nada, allí tampoco había lo que buscaba, y lo que todos los espectadores estaban viendo era cómo “leía” el perro. Pasó la siguiente hoja y la siguiente y la siguiente, pero nada de comida; los nervios hacían que emitiera cortos gruñidos y ladridos de impaciencia; pasó otra hoja y otra, y así continuó buscando la comida, ladrando cada vez más fuerte, fruto de los nervios y de la desesperación ; así llegó hasta la última hoja: hoy no había pollo en el libro. Una vez inspeccionado todo el libro y al entender que no había comida, se sentó confuso y miró a Sara. La muchacha le acarició suavemente la cabeza y le dio un suculento trozo de pollo. “Qué maravilla!, exclamó el Rey.
 “¿Pero cómo es posible?- pensó Majmud- y no pudiendo reprimir su ira exclamó: “¿Pero qué idioma es ese que está hablando el perro? ¡No es castellano ni hebreo!” A lo que el Rabí Jaím le contestó: “es el idioma de los perros. Nosotros le enseñamos a leer, no a hablar. Pero si su Majestad Juan II le regala un cachorro a vuesa merced, Majmud, seguro que vos conseguiréis enseñarle a hablar”. Majmud se quedó pálido viendo que estaba a punto de caer en la misma trampa que él había tendido al rabino, y tartamudeando dijo: “Mejor dejemos que los perros hagan cosas de perros y los hombres cosas de hombres”
Desde ese día, Majmud no volvió a intentar perjudicar ni al rabino ni a los judíos. Estaba muy agradecido a Jaím por no insistir en su sugerencia, sabiendo que el judío podría haber aprovechado la ocasión para ponerlo en un grave aprieto. Con el tiempo se hicieron amigos y su colaboración y buenos consejos contribuyeron al buen hacer del Rey y a la felicidad de las dos comunidades.
Guibor regresó a Uncastillo y nunca más volvió a “leer” un libro: prefería comer el pollo directamente de su plato o de la mano de su cuidadora.




[1] En Uncastillo se halló una lápida funeraria con la siguiente inscripción: “esta es la tumba del anciano, el justo y sabio rabí Meir, hijo de rabí Yaacov, que murió en el mes de Nisan del año judío 4839 ( Segun el calendario gregoriano en la primavera de 1079)
[2] Libro o rollo de Ester. Forma parte de las cinco meguilat (rollos) que están incluídos dentro de los 24 tomos de la Biblia judía ( o sea, el Antiguo Testamento)
[3] Libro en el que se compilan todos los textos que se leen en la noche del séder de Pésaj (Pascua), escritos en distintas épocas. Desde el siglo XIVse le agregaron ilustraciones
[4] En hebreo, saludable, limpio.Según la Biblia sólo los animales rumiantes de pata hendida son considerados kasher (ver Dt.14, 3-21)
[5] Reglas alimentarias prescritas por la Torá, analizadas y desarrolladas en el Talmud y codificadas en el Código Legal Judío “Shuljan Aruj”



BIBLIOGRAFIA

-MAOR, LUZ. El olivo de la Aljafería. Cuentos judíos en Aragón. Certeza. Zaragoza, 2008.

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