Desde los primeros siglos de la Baja Edad Media, para
la mentalidad del hombre medieval, el testamento se convierte en un auténtico
pasaporte para la vida eterna, sabedor de que ese documento tiene que ir
acompañado de buenas obras, un verdadero arrepentimiento, y completado por los
correspondientes sufragios.
Lo habitual era que se testara cuando la enfermedad
causase los primeros indicios, aunque su redacción podía hacerse en cualquier
momento. Los meses de calor, correspondientes al periodo entre abril y octubre,
era la época de mayor número de testamentos debido al aumento de las fiebres y
las pestes. Era necesario no retrasar excesivamente el momento de la redacción
del testamento porque éste tenía que redactarse en plenas condiciones psíquicas
y morales.
En la Edad Media el testamento era el pasaporte a la Vida Eterna |
El testamento era, en definitiva, un pacto que se establecía
entre la Iglesia y el testador, cuyas causas se pueden dividir en dos planos:
el natural, donde el testador realiza las donaciones y transmisiones terrenales
(pago de deudas pendientes, establecimiento de donaciones a los familiares,
recompensas a los amigos, retribución a los colegas profesionales)... y las
espirituales (limosnas de todo tipo, donaciones a las parroquias, solicitud de
oraciones y, por fin, el confuso mundo del establecimiento y pago de los
sufragios que el testador establece para presentarse libre de acusaciones ante
el Juicio Divino y entrar en la vida eterna con la mayor brevedad posible).
Es en los preámbulos de los testamentos donde quizá se
muestra de modo más explícito el temor a la muerte y la conciencia de su
proximidad que los ciudadanos bajomedievales tienen. Allí el testador suele
explayarse, manifestando en algunas ocasiones el estado de ánimo con el que
afronta- de un modo inminente o no- la muerte natural. En estas cláusulas es
donde se refleja con más hondura la conciencia del hombre medieval ante la
magnitud de lo sobrenatural o la idea de la fugacidad de la vida.(ver enlace)
La Iglesia contribuyó enormemente en la difusión de
hacer testamento, tanto que llegó a considerarlo casi obligatorio para los
cristianos; de esta forma atraía un buen número de donaciones y limosnas, a la
vez que conseguía que sus fieles se prepararan mejor para la “otra vida”.
En el Reino de Aragón, el reparto de la herencia a los
familiares, en la plena Edad Media (ss. XI-XIII), rigió la práctica
testamentaria de dividir equitativamente los bienes entre todos los hijos.
Según comenta Juan Abella, estas medidas legales posiblemente derivan del hecho
de que hubiese que fijar población residencial en tierras recientemente ganadas
al Islam, con el fin de evitar que hijos privados de bienes se marcharan a
otros lugares en busca de un mejor futuro[1];
así, de este modo garantizaba el asentamiento de repobladores en los
territorios cercanos a la frontera con el Islam, para lo que se concedía a estas
gentes una serie de privilegios y exenciones y se otorgaba a los Concejos
municipales una gran autonomía.
Hasta el período bajomedieval los que dictaban testamento eran mayoritariamente los ricos y nobles. A comienzos del s. XIV, en 1307, la nobleza obtuvo del rey la posibilidad de nombrar a un sólo heredero para que su patrimonio no se dividiera entre varias personas, ampliándose esta disposición en 1311 a los ciudadanos, incluídos aquéllos con pocos recursos.
En la Baja Edad Media en Sos las disposiciones
testamentarias patrimoniales fueron variadas dependiendo de la situación
particular de cada familia (existencia o no de hijos, número de ellos, sexo,
patrimonio familiar, posibles enlaces matrimoniales...), pero no obstante,
atendiendo a la gran cantidad de documentación existente al respecto, se
aprecia una tendencia a privilegiar a los varones frente a las mujeres,
compensadas mediante la dote, y en los casos donde figuran varios hijos de sexo
masculino se tiende a favorecer a uno de ellos[2],
no necesariamente el mayor, aunque primaba la progenitura, sino aquel cuyas
condiciones y cualidades le hagan merecedor de ser el continuador de la
titularidad y administración del patrimonio familiar, nombrándolo heredero universal
para de este modo evitar la dispersión y fragmentación del patrimonio.
Además de la herencia patrimonial, en el testamento se
disponía el lugar de enterramiento, las limosnas a la Iglesia y los sufragios.
Todo ello condicionado por el poder económico del testador, quedando
manifiestamente patente la categoría social del mismo.
Una de las 22 Cruces de enterramiento en el túnel de Santa María del Perdón. Sos del Rey Católico |
El lugar de la sepultura era muy codiciado por los
testadores, que intentaban estar lo más cerca posible de Dios, pues creían que
así serían más efectivos los sufragios, al facilitar el recuerdo de los muertos
y favorecer la intercesión de los santos. Para ello, en los testamentos
disponían enterrarse en el interior del Templo o el claustro, a lo que la
Iglesia no se oponía, pues al mismo tiempo que accedía a aprobar la voluntad
del testador, constituía una muy buena fuente de ingresos para las arcas
eclesiásticas.
Así, en Sos, el 12 de mayo de 1515, la alta dignidad
eclesiástica concedió permiso al escudero Alfonso de Artieda para que hiciese
una capilla, un altar y un retablo en la iglesia parroquial bajo la advocación
de San Cristóbal en el plazo de un año, obteniendo dispensa para enterrarse en
ella junto a su mujer, sus hijos y sus descendientes. Otro ejemplo lo tenemos
en el infanzón Martín de Lozano, a quien se le concedió permiso para que
realizara durante tres años una capilla y un retablo dedicados a San Pedro en
la parte baja de la iglesia, donde podrían enterrarse también su familia,
incluyéndose en el acuerdo que Martín diese 1.000 sueldos ó 50 sueldos de renta
perpetua para que se formase una capellanía por la cual el capítulo y los
clérigos de San Esteban dijesen anualmente 50 misas, pudiendo elegir los Lozano
al religioso encargado de esta tarea[3].
Como es lógico, los más pobres tenían que conformarse
con ser enterrados en el cementerio común local, ayudados por las limosnas de las “Cofradías de la Caridad”.
[1] Abellá Samitier, J. Sos en la Baja Edad Media, p.
66.
[2] Ibidem.
[3] A.H.P.S., Gil García de Urriés, p. 507 C, ff.
60v-61.
BIBLIOGRAFÍA
-ABELLÁ
SAMITIER, JUAN. Sos en la Baja Edad
Media. Una villa aragonesa de frontera. I.F.C. Excma. Diputación de
Zaragoza, 2012.
En la
web:
-www.monografias.com. Vida y muerte en la Baja Edad Media.
Gracias!
ResponderEliminar