Para el campesino del siglo X, que habitaba en una
choza y se alimentaba a menudo de bellotas y raíces, las enseñanzas del
evangelio resultaban herméticas. A pesar de todo era creyente. Acudía a la
iglesia para rogar a Dios e implorar su perdón pues, más fuerte que su fe y
también más irracional, era un terrible sentimiento que albergaba, el miedo.
Miedo del hambre, de las epidemias, de la oscuridad, de las fuerzas de la
naturaleza y de los poderosos. Para aquel pueblo primitivo e iletrado todo era
un signo: los fenómenos cuyas causas se le escapaban- inundaciones, tempestades
y perturbaciones de los cielos- le parecían manifestaciones de fuerzas
misteriosas, cuyo favor había que ganarse por todos los medios. Los pobres, que
padecían una subalimentación crónica, podían ser presa de aterradoras visiones.
Las antiguas supersticiones, heredadas del paganismo y apenas desvanecidas tras
cuatro siglos de cristianización, resurgieron rápidamente. Los mismos monjes se
entregaron al tráfico de toda clase de ensalmos, amuletos y talismanes a los
que se atribuían un origen santo para explicar sus propiedades mágicas, capaces
de someter a las fuerzas de la naturaleza.
El mayor de los miedos, sin embargo, era el que se
tenía a la muerte y al infierno, a donde el peso de sus culpas podía arrastrar
por siempre jamás al pecador. Este miedo, presente en el origen del culto a los
santos, cobró entonces una impresionante amplitud y, de día en día, iba en
aumento el número de los que acudían a pedir a un santo, orando ante sus
reliquias que les protegiera de este mundo, pero sobre todo, que intercediera
en su favor el día del Juicio Final. También se incrementó rápidamente el número
de reliquias al hallarse restos de santos por todas partes. Su fama muchas
veces no fue más allá de los alrededores del cementerio que los cobijaba, pero,
si un santo local hacia repetidos milagros y se divulgaba la noticia, los
peregrinos acudían en masa y los donativos afluían sin cesar. Había nacido el fenómeno
de las peregrinaciones.
Entre las peregrinaciones que se emprendieron en el
siglo X, la de Santiago de Compostela despertó un especial fervor. En la
creación del mito jacobeo confluyeron los anhelos espirituales de una gran
parte de la población con los intereses de una élite que azuzó este movimiento
hasta convertirlo en un acontecimiento trascendental para la historia europea.
Todo comenzó en el siglo IX cuando en los confines del
reino asturiano, que mantenía el espíritu de la cristiandad en una Península
dominada por el Islam, se encontró la tumba de un Apóstol, la única de todo
occidente, si hacemos excepción de las de Pedro y Pablo en Roma.
En el año 950 el Obispo Godescalco llegó hasta el
sepulcro del apóstol al frente de un grupo de peregrinos franceses. Entonces la
ruta jacobea inició los más fecundos contactos espirituales entre los pueblos
de Occidente. La Europa medieval se sintió solidaria de una civilización que
hundía sus raíces en el mundo clásico, pero que se expresaba con un lenguaje profundamente
cristiano.
El Camino de Santiago aparece así como un lazo que fue
atando, siglo a siglo, a gentes muy diversas dentro de un ideal religioso. Pero
al calor de la fe se produjo un denso trasvase de formas artísticas, de
fermentos culturales. Entraron en España modos de vida ultra pirenaicos en el
momento en el que todo el norte de la Península se repoblaba con cristianos
procedentes de tierras musulmanas (mozárabes), transmisores de la refinada
civilización islámica. Así pudo surgir el estilo románico como el primer
definidor de la unidad europea, aunque enriquecido por las aportaciones
orientales.
Doscientos años después, otro reino que se había
desgajado del control del reino de Pamplona, halló justificación para su
existencia en la apertura de antiguas vías que, a la vez que facilitaban el
tránsito a Galicia, nutrían de peregrinos, comerciantes, monjes y guerreros a
un territorio escaso de población y recursos.
Así fue como los primeros reyes aragoneses desde
Ramiro I hasta Alfonso I el Batallador en cien espléndidos años (1035-1135) y
con el apoyo del Papado y la poderosa Orden de Cluny abrieron el paso del
Camino de Santiago por las tierras que iban configurando su reino.
Los peregrinos tenían que atravesar montes, ríos,
colinas y llanuras, protegerse del cansancio que se acumulaba en sus pies y en
su espíritu; tenían que alimentar su cuerpo y también su alma. Para lo primero
disponían de las posadas y de las hospederías, para lo segundo de las ermitas,
iglesias y catedrales; cuando caían enfermos, de los hospitales; cuando morían
en el camino, de las ermitas funerarias y de los camposantos.
Aquel peregrino
que andaba por los caminos para alcanzar la tumba del Apóstol y obtener así la
remisión de sus pecados – como penitencia que voluntariamente se había impuesto
o a la que le habían obligado, o para cumplir la promesa de agradecimiento a un
beneficio concedido- temía no poder alcanzar la meta: huía de la muerte que le
acechaba entre los matorrales, que le podían asaltar tras cualquier árbol o en la
orilla de un río, aunque sabía que los que muriesen “yendo a la casa de
Santiago”, tendrían la valiosa intercesión del apóstol, al igual que gozaban de
privilegio aquellos que morían en viaje a Jerusalén.
Para ilustrar mejor a los peregrinos surgió la primera
guía de viaje que produjo la Edad Media. Se trata de una guía escrita por un
francés, Aymeric Picaud, en la que informaba de los itinerarios, las comidas,
las buenas y malas aguas, el carácter de las gentes, las iglesias famosas, las
costumbres..., terminando con una entusiástica descripción de Compostela y su
famosa basílica.
En los siglos del románico ni laicos ni clérigos se
distinguieron por llevar una existencia virtuosa. Las crónicas de la época
presentan un mundo abocado al pecado, a la falsedad, a la lujuria, a la
perversidad, y una de las que lo hace más agudamente es el Codex Calixtinus.
Aymerid Picaud dice que quien quiera que construyese el hospital de Santa
Cristina debería merecer gloria eterna, pero a continuación se despacha a gusto
con la descripción de unos tipos que constituyen una de las galerías de
retratos más pintorescas de todo el mundo medieval. Habla de los malos
mesoneros, que engañan a los peregrinos dándoles a probar vino bueno y
vendiéndoles del malo; de los que venden pescado o carne cocida de dos o tres días;
de los hospederos, que embriagan a sus huéspedes para robarles; de las criadas,
que por motivos vergonzosos y para ganar dinero se acercan al lecho de los peregrinos
como lo hacen las meretrices.
Los peligros, sin embargo, no sólo acechan en las
hospederías; en su camino además de encontrarse con ríos cuyas aguas son
mortíferas, se topan con gentes que cambian con monedas falsas o roban; con falsos
penitenciarios que ponen penitencias imposibles, como la de dar treinta monedas
a presbíteros que no hayan tenido trato con mujeres; con hipócritas que se fingen
enfermos, sordos o mudos que terminan asaltando al peregrino; con especieros
que venden por buenas especias podridas; con médicos que adulteran los potingues
y jarabes; con portazgueros que cobran falsos tributos y con guardias que custodian
los altares de los grandes santuarios de peregrinación y se apoderan de las
ofrendas.
Si a todo esto sumamos los peligros naturales del
campo, como ataques de animales venenosos o peligrosos, como lobos y, sobre
todo, osos, podemos imaginarnos el angustioso peregrinaje de esta gente hasta
llegar a su meta de Santiago de Compostela.
En contraposición a estos males del camino es
sobradamente conocida la estrecha interrelación existente entre el auge de las
peregrinaciones en el siglo XI, el desarrollo de las ciudades del Camino, la
penetración y asentamientos de francos y el incremento del comercio. Muy
pronto la ruta de peregrinos se convirtió en una ruta comercial del norte de
España. Al impulso de las peregrinaciones se crearon nuevos centros y se
transformaron los antiguos núcleos preurbanos. Las actividades derivadas de la
atención a los peregrinos, comerciales y artesanales, prevalecen sobre las
agrarias primitivas y son desempeñadas preferentemente por los inmigrantes
“francos”, los cuales se establecen casi siempre en calles o barrios especiales
en las afueras de las poblaciones. En contraste con los habitantes hispano-cristianos,
dedicados sobre todo al ejército o a la agricultura, los “francos” eran burgueses,
es decir, mercaderes o artesanos.
Además de ruta comercial, el Camino de Santiago fue
vehículo de intercambios e influencias culturales e ideológicas.
BIBLIOGRAFIA
-PITA ANDRADE, J.M. El camino de Santiago.Territorio Museo. Publicación del Ministerio de Información y Turismo. 1975.
-UBIETO ARTETA, ANTONIO. Los caminos de Santiago en Aragón. D.G.A. Zaragoza, 1993.
-Historia de las Civilizaciones, T. 3. Los orígenes de la Edad Media. Larousse, 1996.
BIBLIOGRAFIA
-PITA ANDRADE, J.M. El camino de Santiago.Territorio Museo. Publicación del Ministerio de Información y Turismo. 1975.
-UBIETO ARTETA, ANTONIO. Los caminos de Santiago en Aragón. D.G.A. Zaragoza, 1993.
-Historia de las Civilizaciones, T. 3. Los orígenes de la Edad Media. Larousse, 1996.
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