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Claustro de Valentuñana (Sos del rey Católico) |
La
palabra claustro proviene del latin claustrum
(cerradura, cerrojo, cierre), derivado de claudere
(cerrar) por indicar un sitio cerrado o una reunión (cerrada) de un grupo de
personas. En términos arquitectónicos se refiere a una galería que rodea el
patio principal de una iglesia, convento o monasterio, donde los monjes y
frailes vivían “enclaustrados” (encerrados, sin contacto con el mundo exterior).
En
un monasterio, el edificio principal es la iglesia, lugar de oración de los
monjes, y el claustro era, quizás, el segundo elemento estructural en
importancia, desde donde se accedía al resto de dependencias del cenobio y al
que se tenía acceso directo desde la iglesia, ubicada, generalmente, junto a la
galería norte, protegida de los vientos, del viento Aquilón, frío y
tempestuoso, hijo de Eolo y de la Aurora, que arrastra con él, como la
serpiente que lo representa, las maldades y los vicios de las profundidades de
este mundo.
El
término “clausura”, que ya proviene de la antigüedad clásica, fue utilizado
para definir la vida de los monjes de la orden benedictina, sin que a través de
la documentación que ha llegado hasta nuestros días de toda la Alta Edad Media,
se pueda diferenciar si se refiere únicamente a una estancia (la que comúnmente
conocemos como claustro) o al conjunto de toda la construcción monacal.
San
Benito, fundador del monacato occidental, no dice nada en su Regla de los
claustros; probablemente porque pensaba que todo el monasterio debía ser un
claustro, un lugar alejado y aislado de lo mundano para dedicarse en cuerpo y
alma a Dios: “ Si es posible, debe construirse el monasterio de modo que tenga
todo lo necesario, esto es, agua, molino, huerta, y que las diversas artes se
ejerzan dentro del monasterio, para que los monjes no tengan necesidad de andar
fuera, porque esto no conviene en modo alguno a sus almas”.[1]
Fueron
los monjes benedictinos quienes organizaron el sistema de construcción
claustral, y en la Regla de San Isidoro también se establecía la conveniencia
de unir los edificios de uso común alrededor de un patio. En el período
carolingio ya existía el claustro como centro organizador de la vida monástica,
y durante los siglos IX y X fue adoptado por las demás órdenes religiosas de
vida comunitaria.
Un
pergamino de principios del siglo IX, procedente de la ilustre abadía
benedictina de Saint-Gall (Suiza), permite vislumbrar la relevancia que el
claustro tenía en la vida monástica: “Es
el centro del monasterio. El lugar dedicado a la meditación, en el que los
religiosos se sumergen en los misterios de lo humano y de lo divino,
profundizan, con el ejercicio del deambular, en la lectura de los textos
sagrados”[2].
El
claustro es el Paraíso, un lugar que San Isidoro describe en sus Etimologías: “ El paraíso es un lugar situado en tierras
orientales, cuya denominación, traducido del griego al latín, significa jardín;
en lengua hebrea se denomina Edén, que en nuestro idioma quiere decir delicias.
La combinación de ambos nombres nos da El Jardín de las Delicias[…] De su
centro brota una fontana que riega todo el bosque[…] por doquier se encuentra
rodeado de espadas llameantes, es decir, se halla ceñido a una muralla de tal
magnitud que sus llamas casi llegan al cielo…las llamas alejan a los
hombres…para que las puertas del paraíso estén cerradas a la carne y al
espíritu que desobedeció”[3].
En
los siglos del románico, el paraíso, con sus jardines, su fuente y murallas
flameantes, se convirtió en jardín de piedra. El Paraíso apenas suele
representarse en la pintura románica, a excepción de algún Mapamundi miniado. Y
en la escultura tan solo el árbol de la vida y episodios de la expulsión de
Adán y Eva reflejan su existencia como
lugar. “El Paraiso, pues, no se representa: es el claustro, el espacio aislado
de las iglesias catedrales, colegiales o monásticas, sin función concreta, isla
de naturaleza en el que se revive la primigenia inocencia de la Creación”[4].
El
claustro, como paraíso, ha de configurarse a la manera de una Jerusalén celestial. Tiene forma cuadrada, y en cada
uno de sus lados, también llamados panda
o benedictos, una galería cubierta
porticada. En el centro suele haber un pozo, fuente o árbol (el axis mundi) en el que confluyen cuatro caminos donde se cruzan las coordenadas temporales y las espaciales; en el espacio restante,
un pequeño jardín y, a su alrededor, altos muros de piedra
protegen su pureza de los espíritus malignos y de las envidias humanas.
El armariolum, sala capitular,
calefactorio, refectorio, biblioteca, scriptorium,
hospital, cocina, bodega y almacén, son las diferentes estancias a las que se
accede desde el claustro, centro neurálgico de la vida monacal, donde los
religiosos pasan la vida en común, armoniosamente, de noche y de día, abandonando
las cosas profanas, para servir a Dios. La sala capitular, desde donde se gobernaba la comunidad, arquitectónicamente, era la que recibía un trato más noble y esmerado, con bóvedas nervadas que solían descansar en columnas centrales o apeadas en modillones en las paredes.
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Lavabo. Claustro de Valentuñana. (Sos del Rey Católico) |
Frente al refectorio, o próximo a él, no solía faltar un templete de lavado cuya fuente estaba destinada a las obligaciones antes de las comidas. En la planta superior se encontraban
las celdas o dormitorios.
El armariolum
es una pequeña estancia, generalmente cerca del
cuerpo de la iglesia, que servía como estudio o pequeña biblioteca en el que se
consultaban y depositaban los libros litúrgicos para los actos religiosos
diarios, así como otros libros de lectura habitual de los monjes.
Independientemente de este armariolum,
existía otra estancia para la biblioteca del monasterio, con libros de mayor
valor tanto histórico como material, documentos, legajos y pergaminos.
A
partir del siglo XI, a través de los movimientos congregacionistas anteriores a
la reforma gregoriana, encontramos los primeros testimonios, tanto textuales
como arqueológicos, de claustros románicos gracias a la recuperación del
impulso constructivo, pero esto no significa que no existieran con anterioridad[5]. Hasta entonces, los
claustros eran una representación de la belleza divina y de la armonía del
universo: la desnudez de la piedra, el espacio, la naturaleza, el agua, las
plantas, los árboles, el cielo, el sol,…; pero a lo largo del siglo XI, la
renaciente escultura en las fachadas de las iglesias se fue introduciendo en
los claustros, apareciendo bellos ejemplares escultóricos en muros, basas y
capiteles de las columnas que servían de soporte en las galerías porticadas de
los claustros y que tuvo sus detractores pues, defensores de la austeridad
figurativa, argumentaban que las representaciones escénicas de pasajes historiados
de la Biblia, de personas humanas, animales de lo más variado, etc, distraían a
los monjes, pues la contemplación de las figuras esculpidas desviaban su
atención de su fin principal, que era el de la meditación de la ley del Señor.
A
mediados del siglo XIl, el clérigo francés Hugo de Fouilloy, en su de claustro
animae (el claustro del alma) expresa: “ ¡Oh,
maravilloso pero perverso deleite![…] Que los edificios de los monjes no sean
lujosos, sino humildes; no agradables, sino honestos. Es útil la piedra en la
construcción, pero ¿Cuál es la utilidad de la piedra esculpida? Fue útil en la
construcción del templo, pues servía como explicación y ejemplo. ¡ Que se lea
el Génesis en un libro, no en una pared!”[6]
Fue
a partir del siglo XII cuando la orden cisterciense, nacida como una reforma de
la cluniacense, vuelve a seguir la Regla de San Benito en cuanto a la
austeridad arquitectónica se refiere. El ascetismo y pobreza de la orden se
reflejan en la simplicidad de las formas de la arquitectura, evitando todo lo
superfluo, esculturas, pinturas y adornos. Con la llegada del estilo gótico,
los cistercienses aceptaron algunos conceptos del nuevo estilo y construyeron
monasterios, donde el románico y el gótico convivían en la misma época hasta
que el románico fue totalmente desplazado.
El
concilio de Trento (1545-1563) y la Contrarreforma Católica explicaron que a
través de la arquitectura, pintura y escultura se puede llegar a impactar a los
creyentes, justificando los adornos y demás elementos ornamentales, lo que
originó el estilo barroco, ajustándose los cistercienses a las nuevas
directrices del concilio construyendo edificaciones barrocas que afectarían a
la arquitectura propiamente dicha, pero no así a la distribución espacial de
los monasterios, que seguirían manteniendo las mismas estancias y dependencias
que las establecidas por los benedictinos siglos atrás.
Un
claro ejemplo lo tenemos en el Monasterio de Valentuñana, en Sos del Rey
Católico, construido en el período temporal conocido como “segundo barroco
aragonés”, desarrollado desde el último tercio del siglo XVII hasta finales del
XVIII, época de una importante revitalización de la actividad arquitectónica
religiosa en Aragón[7] tras la crisis
económica del siglo XVII.
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Pozo en el centro del patio (Velentuñana) |
La
nueva fábrica del monasterio de Valentuñana data de finales del siglo XVII y
primer tercio del XVIII, en pleno barroco aragonés (ver),edificado según la
nueva corriente arquitectónica, pero el claustro y sus adyacentes
dependencias seguirán guardando la primigenia distribución benedictina, y así
ha llegado hasta nuestros días aunque, actualmente, estas dependencias ya no se
usan para las funciones que fueron creadas; éstas han sido adaptadas a las comodidades de los tiempos modernos y ubicadas en otras zonas del edificio por su mejor adaptabilidad,
rendimiento, aprovechamiento y comodidad. Pero podemos seguir viendo el patio del claustro con
el pozo en su centro, y acceder a la iglesia desde el mismo; los espacios que
ocupaban el refectorio, |
Una de las dependencias de la galería convertida en sala de exposición |
armariolum,
sala capitular y demás dependencias que tenían acceso desde la galería, pero hoy en día convertidos en salas que albergan un
precioso y variado museo de gran valor biológico, antropológico y etnográfico (ver).
Pero
el Monasterio de Valentuñana y su claustro, aun con los cambios realizados, sigue
rezumando la misma paz y tranquilidad que aquellos claustros que siglos atrás idearon
los monjes benedictinos y que San Isidoro describió como el Paraíso. Sólo hay que pasear por su claustro, iglesia y
exteriores del edificio, y dejarse llevar por su místico influjo "enclaustrador" para comprobar cómo una inmensa paz se adueña de
nuestro cuerpo, mente y alma, (ver).
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Otras dependencias del patio convertidas en museo
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-BARRAL Y ALTET, XAVIER. “La
España del románico”. Historia del Arte Español. T.IV, pp.11-97. Planeta. Barcelona,
1995.
-JUAN GARCÍA, NATALIA. “Contribución
a las trazas arquitectónicas del siglo XVII: el diseño de la iglesia del
monasterio nuevo de San Juan de la Peña del arquitecto zaragozano Miguel
Ximénez”. Atigrama nº 22, pp.567-593.
I.F.C. Zaragoza, 1983.
-SAN ISIDORO DE SEVILLA. Etimologías. Edición bilingüe. Texto
latino, versión española y notas por José Oroz Reta y Manuel A. Marcos Casquero.
Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 2004.
-SUREDA, JOAN.
“Vere claustrum et paradisus”. Historia del Arte Español. T.IV, pp.125-129.
Planeta. Barcelona, 1995.
En al web:
-Wikipedia. Arte cisterciense.
-http://www.sbenito.org/regla/rb.htm. Regla de San Benito. Abadía de San
Benito.