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sábado, 11 de mayo de 2024

FRENTE A LA VENTANA DEL SALÓN QUE MIRA AL CAMPO (Relato corto)

 



                El 10 de mayo de 2024 se celebró en Urriés la primera de las cinco jornadas del Primer Certamen de Relatos Cortos del Festival Literario Nacional "5 Noches Cinco Villas", con un jurado formado por la escritora, líder de opinión y autora teatral, Espido Freire, premio Planeta en 1999; el novelista, poeta y sociólogo Rafael Soler; la poeta y narradora Beatriz Russo; el poeta, ensayista y crítico Manuel Neila y el escritor, crítico literario y articulista Juan Manuel de Prada, premio Planeta en 1997.

                 Uno de los cinco relatos finalistas fue “Frente a la ventana del salón que mira al campo”, de quien suscribe, Manuel Valle, con un relato que transcurre en Sos del Rey Católico.


FRENTE A LA VENTANA DEL SALÓN QUE MIRA AL CAMPO

        

            Sentada en su silla, frente a la ventana del salón que mira al campo, y con la mirada puesta en el horizonte, María fuerza su cansada vista en un intento de divisar, allá a lo lejos, a su esposo y a su padre que, como todos los días, habían ido a trabajar al campo, a uno de los cada vez menos campos de labor que van quedando en la villa aragonesa de Sos del Rey Católico.

             María no recuerda qué día del mes es hoy, pero da igual; no le hace falta saberlo. Ella convive desde siempre con un calendario perpetuo en su interior que nunca falla: ese almanaque agrícola-ga­nadero regido por las faenas del campo según van sucediéndose los solsticios y equinocios en el ciclo anual de la naturaleza, según la posición del sol, de la luna o de las estrellas; así lo aprendió de su padre y de su abuelo. Por eso hoy, igual que ayer, sabe que ya es época de recolección, concretamente la segunda jornada de siega. Da igual que sea día quince o dieciséis, ¡sólo son números!, y lo único que María reconoce y le importa es que una fatigosa y agotadora faena, así como una calurosa y dura jornada, les espe­raba por delante a sus seres más queridos, los hombres de la casa: su padre y su esposo.

             Y como todos los días, sentado junto a ella, Esteban la cuida y mima, cual cristal de Baccarat, con una dulce y esmerada aten­ción e inmejorable afecto.

            —Voy a llevarles la comida;…deben tener mucha ham­bre;…llevan allí desde el amanecer;…¡y el botijo!,…¡que no se me olvide el botijo!,… pa calmar su sed. ¡Pobrecillos!...¡que con la que está cayendo…! —balbuceó María con cara de sufrimiento, mientras Esteban la observa con amargura y gesto de contenido agobio.

            Pasado un rato volvió a farfullar:

             —¡Ya está!¡Qué a gusto se han comido las pochas! Voy a dar de comer a los animales y a sacar el ganado.

            —No. Ya ha trabajado bastante por hoy —le recriminó Este­ban con gran sutileza.

            María le miró sin decir nada, con una rara expresión y la mirada perdida, ausente, excéntrica, de incompren­sión. No entiende por qué no le deja dar de comer a los animales.

            —¡Se morirán si no comen! —sollozó, al mismo tiempo que una lágrima se abría paso, lentamente, entre los pronunciados y curtidos sur­cos nasogenianos de sus arrugadas mejillas. Sufría. Sufría mucho. “¡Los animales tienen que comer!, ¡no pueden quedarse sin su ali­mento!”, repetía incesantemente en su cerebro con angustiosa aflicción. Sufriendo.

        Esteban, sabedor de que no puede hacer otra cosa, le dirige cariñosamente una mirada y una dulce sonrisa, acercando sus la­bios a la húmeda secreción lacrimal para secarla con exquisito amor. Y como si por su aparente fragilidad  fueran a romperse, tomó con máximo cuidado y mimo las octogenarias y marchitas ma­nos de María, entrecruzó sus dedos con los de ella, y con una ligera presión en los mismos le susurró al oído con suma delicadeza:

            —Es hora de ir a dormir.

         —Pero…¡todavía tengo que dar de comer a los animales y limpiar la verdura que comeremos mañana, preparar la cena a los hom­bres, amasar el pan y terminar de coser unos botones de la vieja camisa a cuadros de padre para que se la ponga mañana, porque la de hoy la traerá muy sudada! —gimoteó entrecortadamente entre ingrávidos y tenues quejidos. Sufriendo.

            —No. No quiero que trabaje más, porque cada vez que lo hace, más se agota y se angustia, y no quiero que sufra. Es más, no quiero que trabaje nunca más en su vida; ya ha luchado bastante du­rante muchos años —le reprende Esteban, con dulzura.

            —Pero ¡alguien tendrá que hacer y llevar la comida a la era mientras siegan padre y mi marido! ¡Alguien tendrá que llevarles el botijo para saciar su sed! ¡Alguien tendrá que ocuparse del cerdo, de los conejos y las gallinas! ¡Alguien tendrá que sacar las ovejas a pastar cuando ellos no están en casa! ¡Ordeñarlas, hacer el queso!... ¡Alguien…—dijo con un leve y exiguo hilo de voz.

            No pudo terminar la frase. Se había quedado dormida. El can­sancio se adueñó de la mente de María. Un cansancio que no era físico, sino mental, porque “trabajar” interactuando mentalmente con otras personas, convencida de que es real lo que no es ni existe, le sobrecargaba y fatigaba el cerebro de tal forma que es inevitable que aflore el agotamiento. Y si a esto le añadimos, como dice el doctor, la prolongada y cada vez mayor falta de capacidad cognitiva que sufría María, es totalmente normal que, como todos los días, se quede dormida tras este machacante esfuerzo al que era sometido su desgastado cerebro durante varias horas seguidas a lo largo del día.

            —Felices sueños —le musitó Esteban, mientras la arropaba en su cama y le daba un cariñoso beso de buenas noches en su estriada frente.

            A la mañana siguiente, sentada en su silla, frente a la ventana del salón que mira al campo, María comienza su jornada de trabajo y se dirige a su acompañante:

            —Tengo que ir a por leche a la vaquería; hoy seremos más gente en casa porque viene de Zaragoza mi hijo Esteban, ¡que ese es de buen comer! Habrá que traer, por lo menos, un cuartillo de la mejor leche que tenga la señora Julia. Y tendré que hacer dos o tres viajes a la fuente con la burra y los cántaros de agua, pues apenas queda ya reserva ni en el aljibe ni en las tinajas. Iré a la huerta a por unas acelgas; atizaré el fuego del hogar pa que se vaya calentando el agua del caldero donde pondré a cocer la ver­dura; descascarillaré abundantes almendras pa´l postre y luego marcharé al abejar a recoger la miel de los arnales p´acompañar las almendras. Las haré friticas, con la miel, que a padre y mi querido José les gusta mucho, y a mi hijo Esteban le encantan. ¡Ya verás qué alegría se lleva!, que yo sé que allí, en Zaragoza, no come las almendras como se las preparo yo.

          —No, ya le dije ayer que no quiero que trabaje más, madre.

          —¿Por qué me llamas madre?

          —Porque soy su hijo.

        —No me mientas; mi hijo está en Zaragoza, estudiando en la Uni­versidad que, por cierto, está sacando unas notas estupendas, ¡de sobresaliente! Este año terminará la carrera. Será médico. Médico geriatra. ¡El mejor geriatra de la ciudad! Y antes que nada, voy a preparar la comida pa llevársela a padre y a José, y también les lle­varé el botijo, antes de que el sol caliente más, ¡que hoy también va a apretar el Lorenzo!

            —Le he dicho que no quiero que trabaje más. No quiero que se canse.

            —No me canso, nunca me he cansado trabajando, y ¡tengo que ir!, ¡es mi deber! ¡No los voy a dejar sin comida! Escucha, mozé: sé cuáles han sido siempre, y siguen siendo, mis deberes y obligaciones; mis deberes como mu­jer, madre, hija y esposa. Nunca ha supuesto para mí cansancio al­guno  el atender a mi familia, criar a mi hijo, ayudar en lo que pu­diera en las labores agrícolas, cocinar, coser, cuidar de los animales y sacar  mi casa adelante mientras los demás trabajan en el campo. Lo haría tantas veces como fuera necesario con tal de estar junto a ellos, verlos felices, contentos y agradecidos. No puedo pedir más. Es un regalo que me ha dado la vida.  —respondió María, con ufanía, en un momento de lucidez en medio de ese caos mental que le suponía el no poder discernir con sensatez, a veces, sin que ella se diera cuenta, entre el pasado y el presente, entre lo real y lo irreal.

            —¡Me voy a llevarles la comida y el botijo!

            Esteban ya no le dice nada. No sabe lo que pasa por la ca­beza de María porque ella vive en “otro mundo”, pero sí detecta el sufrimiento que padece cada vez que dice que sale a trabajar o a llevarles comida al campo a los hombres de la casa.

            María sigue sentada en su silla, frente a la ventana del salón que mira al campo, con la mirada perdida en lontananza, como que­riendo distinguir en la distancia, allá a lo lejos, a su padre y a su ma­rido segando el trigo. Padre y esposo por los que trabajó toda su vida sin protestar ni pedir nada a cambio, luchando en un pueblo, Sos del Rey Católico, donde hasta no hace mucho tiempo no era fácil poder subsistir, trabajando duramente de sol a sol en una complicada etapa de la historia y de la vida donde el hambre acechaba a diario en casi todas las casas de los vecinos. Y es en aquella inclemente época donde se había quedado anclada María tras perder hace unos años a su  padre y su esposo  en un trágico y desgraciado accidente; pero ambos todavía seguían vivos y activos en su nublada y confusa mente, donde, a pasos agigantados, su cerebro en­cogía y morían día tras día, gradual y progresivamente, cientos de neuro­nas que durante toda su vida, y hasta hace poco tiempo, tan bien le habían funcionado, desgastando, debilitando y anulando poco a poco y sin piedad, la razón, y con ella su dignísima integridad moral y los valores humanos y personales que siempre le acompañaron e identificaron como una mujer trabajadora, modélica y ejemplar.

            —¿Ya les ha llevado la comida?

            —Sí —responde contenta María —les quedan cinco o seis horas para terminar de segar el campo. Me han dicho que cuando acaben descansarán, y allí mismo, bajo un chaparro, echarán una siesta.

            —Descanse usted también, madre —le dijo Esteban mientras le besaba con ternura en la frente.

            Al día siguiente, María, sentada en su silla frente a la ventana del salón  que mira al campo, otea a lo lejos esperando ver regresar a los hombres de la casa. Está preocupada. “Esta noche no han ve­nido a dormir. No los he visto; y tampoco parece que estén en la era; no veo a nadie. ¿Se habrán quedado dormidos en el campo?”, piensa, mientras los párpados, poco a poco, le van pesando cada vez más y, lentamente, se fueron cerrando, al mismo tiempo que los latidos de su corazón se iban debilitando y la cadencia rítmica de los mismos disminuía paulatinamente.

            María, dulcemente, cerró sus ojos por última vez, suplicando a Dios que no hubieran tenido ningún percance en el campo los dos hombres de su casa, los dos hombres de su vida. Mientras, Esteban, con las pupi­las humedecidas, sin poder evitar derramar las lágrimas y acompa­ñado por dos mujeres uniformadas con bata blanca, llevó a María a su habitación. Allí, en silencio, Esteban intenta paliar su amargo dolor recordando el incondicional amor que su madre consagró siempre hacia toda la familia; la sabiduría que adquirió en su larga vida aunque jamás fue a la escuela; los sabios y buenos con­sejos que siempre le dio desde la niñez; la alegría y el fabuloso am­biente que reinaba en el hogar gracias al buen humor que siempre dispensaba, aun cuando la situación económica familiar nunca fue muy boyante; el importante esfuerzo que tuvo que hacer y la de tantas co­sas a las que tuvo que renunciar para que él pudiera estudiar y ter­minar la carrera; esa madre que tanto trabajó y se sacrificó por su familia hasta el último aliento de su vida, que incluso cuando esa terrible enfermedad la estaba consumiendo, seguía trabajando y sufriendo lo mismo que trabajó y sufrió durante toda su vida, pero esta vez lo hacía sentada, en su silla, frente a la ventana del salón que da al campo. Allí pasaba largas horas reviviendo, sintiendo y sufriendo, como si fuera real, toda la intensa actividad que hasta no hace mucho tiempo desempeñó día a día en su humilde caserío de Sos del Rey Católico, donde se levantaba antes del amanecer para iniciar una jornada que no acabaría hasta después de ponerse el sol. Y ahora siguió trabajando y sufriendo más que nunca en unos cam­pos vacíos, yermos, que llevaban ya años sin labrar, abandonados, pero que ella veía fértiles y sembrados.  ¡Jamás había padecido tanto! ¡Maldito alzheimer!

            Cada vez quedan menos campos para segar en Sos. La emigra­ción a las ciudades es una realidad manifiesta. Cada vez quedan menos Marías, luchadoras por naturaleza durante toda su vida, al frente de las labores del caserío, sin dejar por ello, igualmente, las faenas pro­pias del hogar, en una continua y sufrida lucha de pura superviven­cia en pro del grupo familiar. Ellas segaban, trillaban, espigaban, prepa­raban la comida, fregaban, iban a por agua a la fuente, al río o al lavadero a lavar la ropa, fabricaban el jabón, el pan, descascarilla­ban frutos secos, embotaban, se ocupaban de las gallinas, conejos, cerdos, ca­bras, ovejas, cosían, zurcían, bordaban…, mujeres de acero que nunca tuvieron que lidiar con la estupidez de los este­reotipos y las absurdas discriminaciones por pertenecer a una determinada clase de género. En el mundo rural eso no tiene cabida; no importa en ab­soluto; no hay tiempo para esas bobadas; aquí se trata de ganar el pan diario, de sacar las castañas del fuego, da igual quién las saque; el hecho es que hay que sacarlas. ¡Qué más da que sea hombre o mujer!

               Hoy, María, ya no sufre frente a la ventana del salón de la Resi­dencia de la Tercera Edad que mira al campo, allí, en Sos del Rey Católico. Ahora, por fin es feliz, como siempre lo fue, junto a los suyos, en el campo; pero ahora disfruta en otro campo muy distinto que no pertenece a este mundo.

            La silla de María frente a la ventana del salón que mira al campo se encuentra vacía. Mañana es muy probable que otra lu­chadora, otra de las últimas mujeres de nuestro agonizante campo, otra María, ocupe su lugar.

 



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